dimarts, 28 de setembre del 2010

AL ENTRAR EN LA HABITACION...

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Al entrar en la habitación, me había quedado de pie en el umbral sin atreverme a hacer ruido y no oía otro que el de su aliento que iba a expirar en sus labios, a intervalos intermitentes y regulares, como un reflujo, pero más adormecido y más dulce y, en el momento en que mi oído recogía ese sonido divino, me parecía que era -condensada en él- tota la persona, toda la vida de la encantador cautiva, extendida ahí ante mis ojos. Por la calle pasaban coches ruidosos, pero su rostro permanecía tan inmóvil, tan puro, y su aliento tan ligero, reducido a la simple expiración del aire necesaria. Después, al ver que no resultaría turbado su sueño, avanzaba prudente, me sentaba en la silla que estaba junto a la cama y después en la propia cama. Pasé veladas encantadoras hablando, jugando, con Albertine, pero nunca tan dulces como cuando la miraba dormir. De nada sevía que tuviera, al charlar, al jugar a las cartas, esa naturalidad que una actriz no habría podido imitar: la que me ofrecía el sueño era una naturalidad más profunda, una naturalidad de segundo grado. Su melena, que bajaba a lo largo de su rosado rostro, estaba situada junto a ella en la cama y a veces un mechón aislado y derecho hacía el mismo efecto de perspectiva que esos árboles lunares, menudo y pálidos, que vemos, muy derechos, en el fondo de los cuadros rafaelescos de Elstir. En cambio, si los labios de Albertine estaban cerrados, por el modo como estaba yo situado, sus párpados parecían tan poco ajustados, que casi habría podido preguntarme si de verdad estaba dormida. Aun así, aquellos párpados bajados infundían a su rostro esa continuidad perefecta que no interrumpen los ojos. Hay personas cuya cara adquiere una belleza y una majestad desacostumbradas a poco que dejen de tener mirada. Yo medía con los ojos a Albertine tendida a mis pies. A veces, la recorría una agitación ligera e inexplicable como los follajes que una brisa inesperada convulsiona por unos instantes. Se tocaba el pelo y después, al no haberlo hecho como quería, volvía a llevarse la mano hasta él con movimientos tan seguidos, tan voluntarios, que me convencían de que iba a despertarse. En modo alguno: recobraba la calma en el sueño que no había perdido. En adelante seguí inmóvil. Se había puesto la mano sobre el pecho con un abandono de brazo tan ingenuamente pueril, que, al contemplarla, me veía obligado a reprimir la sonrisa que con su seriedad, su inocencia y su gracia, nos inspiran los niños. A mí, que conocía a varias Albertine en una sola, me parecía ver muchas otras descansar junto a mí. Sus cejas arqueadas, como no las había visto nunca, rodeabans los globos de sus párpados como un dulce nido de alción. Razas, atavismos, vicios descansaban en su rostro. Siempre que desplazaba la cabeza, creaba una mujer nueva, con frecuencia inospechada para mí. Me parecía que no poseía a una, sino a innumerables muchachas.

Marcel Proust (1931)
En busca del tiempo perdido. 5. La prisionera
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