Eterna cadencia es una editorial argentina que meses
atrás presentó una colección de libros con una característica nunca vista.
Lleva por título El libro que no puede
esperar y el motivo por el que no puede hacerlo es claro: a partir del
instante en el que rasgas el embalaje de uno de esos libros -una bolsa blanca
cerrada al vacío-, sólo tienes sesenta días para leerlo porque, pasado ese
tiempo, sus letras se habrán borrado. Una pegatina en la cubierta deja claro el
trato: “Atención. El contenido de este libro desaparece en aproximadamente dos
meses”.
Están impresos con una tinta especial que al contacto con
el aire desaparece poco a poco. La editorial publica en esa colección jóvenes
autores latinoamericanos, y el argumento por el que hacen que las letras se
borren es un tanto peregrino. Dicen que los libros normales pueden esperar
años, pero que las nuevas promesas de la literatura tienen prisa por darse a
conocer, de modo que, la meta de esos volúmenes “es desaparecer, para que los
nuevos autores no desaparezcan”. La relación entre ambas cosas no se entiende
mucho, pero la frase queda resultona, y de eso se trata. Dicen también que el
primer volumen ha sido un exitazo y que a la gente le gusta tener que leerlo
rápidamente. En este mundo en el que las ventas de libros menguan a toda
velocidad, ningún truco es indigno si consigue llamar la atención.
El problema surge si, pasados unos meses o años, decides
releer el libro. Lo cogerás de la estantería, pero encontrarás un simple
cuaderno en blanco. No habrá en él palabra alguna. No acabo de verle la gracia.
A veces empiezo un libro, no me gusta y lo dejo a un lado y, entonces, años después
vuelvo a cogerlo y esa vez sí me entra. Con los libros cuyas letras desaparecen
a los dos meses no podré hacerlo. Y cuando un libro me gusta mucho, me gusta
también releerlo. Con estos libros “que no pueden esperar” eso es imposible.
¿Pará qué servirá el libro, entonces, una vez completamente blancas sus
páginas? Como cuaderno no, porque el papel de libro no es ideal para escribir.
La única ventaja que le veo es que nadie te pedirá que se lo dejes para luego
olvidarse por siempre jamás de devolvértelo.
Una vez publiqué un relato sobre un erudito que se pasa
la vida escribiendo su Gran Obra y, con setenta y dos volúmenes escritos y cada
vez más cerca de acabarla, de repente descubre que la tinta de las primeras
páginas –escritas cincuenta años atrás- empieza a borrarse. Angustiado, se pone
a rescribir esas primeras palabras para que no se pierdan, pero su esfuerzo
constante –cuantas más páginas reescribe más páginas descubre que se están
borrando- le impide continuar su Gran Obra y culminarla. El relato se titula La divina providencia y aparece en el
libro El porqué de las cosas, cuya
primera edición es de 1993, afortunadamente impresa con tinta normal porque, de
haberla impreso con tinta destinada a desaparecer, ahora no hubiese podido
releer el relato, y la noticia de la nueva colección argentina de libros que
desaparecen hubiese seguido sonándome a algo así como un sueño lejano.
Quim Monzó a Seré Breve del Magazine
de La Vanguardia del 05/08/12
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