Tengo ante mis ojazos un anuncio a toda página de El Corte Inglés. Se ve a un chico y a una chica con camisetas blancas. Ambos sonríen y cruzan los brazos a la altura del pecho, mostrando cierta musculatura (más él que ella, sea ello dicho sin ánimo de menospreciar a nadie ni por su sexo, ni por su religión ni por su origen étnico). Tras ellos, una de esas máquinas de gimnasio con dos palancas que mueves alternativamente, como si esquiases. Supongo que es como si esquiases, porque no he esquiado nunca ni pienso hacerlo jamás. Elíptcia la llaman, creo.
Sobre la parejita, las palabras 'Love fitness' y un corazón atravesado por esa línea que se ve en los monitores médicos y que cuando deja de oscilar y se pone definitivamente horizontal quiere decir que has palmado. Debajo, "Ponte en forma. Financiación hasta 12 meses".
Ha sido ver la máquina y pensar: "Pues me la compro. La pongo en el estudio y, así, cada tanto, me levanto del escritorio y musculo un rato". Una vez me apunté a un gimnasio. Pagué la cuota de entrada y domicilié las cuotas mensuales. Fui dos veces y, al cabo de un año y pico, cuando vi claramente que nunca iría, me di de baja. En cambio, en el estudio la elíptica quedaría la mar de bien y, cuando alguien viniese a verme, se llevaría una opinión saludable de mí.
Pero sé que la compraría, la pondría en el lugar que imagino para ella y nunca la utilizaría. Me sucede a menudo. Hace un par de años, en Decathlon compré dos mancuernas de 1,5 kilos, una para cada mano. Para reforzar la musculatura de los brazos, que cada vez la tengo más fláccida. Las usé tres veces y ahí se han quedado, en un estante. También en Decathlon compré, hará quince años, un banco de abdominales Domyos. Desde el segundo día duerme el sueño de los justos en el cuarto de los trastos. Es como si supiese que el simple hecho de comprar un artilugio me producirá los beneficios que sólo me daría su uso continuado. Compré una escoba aspiradora, sin cable, que te permiten barrer el suelo sin hacer polvo. Hasta que vi que había que limpiar el depósito. Nunca más. Lo mismo me pasó con una olla arrocera eléctrica. Esa ni la estrené. A menudo compro botes de sopas japonesas, esas que se calientan en el microondas y están listas para comer, no sea que un día no me apetezca ir al bar. Cada año las reviso y, como han caducado, las tiro a la basura. Pero necesito tenerlas, por si acaso un día ...
Quim Monzó a Seré Breve del Magazine
de La Vanguardia de 30/04/17