Cuando un servidor era joven había un cantante especialista en metáforas. Durante los años setenta en una ocasión actuó en el añorado cine Navarra, en l'Hospitalet de Llobregat, e interpretó una de sus piezas señeras, ¿Quién tiene un duro de amor?. La canción empezaba con unos lindos versos: "La noche empieza a rodar / entre coches y tranvías. / La calle tiembla de frío, / ¡maldición! / Otra vez tocando fondo, / otra vez es tarde y pronto, / otra vez se ha vuelto tonto el corazón...". La cosa seguía más o menos igual de lírica hasta que irrumpía el estribillo: "¿Quién tiene un duro de amor / para prestármelo? / ¿Quién me da fuego? / O, mejor, ¿quién puede dármelo?". Fue cantar ese estribillo y desde el gallinero del Navarra le llovieron montones de monedas de duro, algunas de las cuales impactaron en su cara, que quedó hecho un poema. En declaraciones a la revista Diez Minutos, Abraira explicó luego que la gente no había entendido que su demanda era metafórica y que no pedía un duro (cinco pesetas) en el sentido literal.
Otra de sus grandes canciones fue Pólvora mojada, concepto que no queda claro si alude al tradicional gatillazo o a la imposibilidad de erección si te vas a la cama con una señora que no te gusta: "Mujer, me estás pidiendo amor/ y yo no puedo darte nada./ Mujer, no sigas por favor / porque la llama del amor /no enciende pólvora mojada". Me descuajaringaba de risa, porque hablar del amor como de una llama, un fuego, es uno de los recursos más habituales a lo largo de la historia de la poesía barata. Es un cliché que ha perdurado hasta hoy (y lo que perdurará, morena). Hace unos días, agentes de la Policía Nacional detuvieron en Gijón a un muchacho que había quemado un contenedor de envases plásticos en el barrio de El Coto. ¿Era un antisistema de esos que cuando los expulsan de la casa que han okupado se dedican a incendiar contenedores para demostrar su ira? Nada de eso. Se trata de un veinteañero enamorado que decidió que eso era lo mejor para captar el interés de su exnovia. Lo pillaron sentado en el alféizar de un escaparate, observando cómo ardía el contenedor. Explicó que había estado llamando al timbre de la casa de la chica y, como no le contestaba, prendió fuego al contenedor para llamar su atención y -ojo al dato- para "que viera que la llama del amor no se había apagado y perduraba en el tiempo". Francamente, con tanta pasión por la metáfora, un día habrá una desgracia.
Quim Monzó, a Seré Breve del Magazine
de La Vanguardia de 20/03/16