El padre 'personal', a saber, el padre afectuoso que se preocupa de la educación de sus hijos y participa en la organización familiar, está apareciendo en la superficie de la tierra. En el pasado, aparte del papel de abastecedor, la función del padre en lo referente a la familia se resumía con frecuencia en la de custodio de la disciplina. Ello no quiere decir que los niños no hayan tenido nunca padres afectuosos, sino que su función no era percibida como esencial en lo referente a proporcionar cuidados y mantener una relación personalizada con los hijos. En realidad, nadie sabía determinar la naturaleza de su papel.
Para llevar a cabo esta determinación, la prestigiosa Universidad de Harvard decidió realizar una investigación. Dicho estudio ha puesto claramente de manifiesto la ventaja de poseer dos padres implicados. El equipo del doctor James Herzog, compuesto por psiquiatras, sociólogos, trabajadores sociales y enfermeras psiquiátricas, siguió la evolución de un centenar de familias. Respondían a dos clases: unas familias en las que el padre estaba muy presente, jugaba con los hijos de forma regular y participaba también en la organización familiar; y otras, más convencionales, en las que el padre estaba presente, pero participaba poco en la vida común. Se observó a los hijos durante 15 años, desde la lactancia a la adolescencia.
Se plantearon las siguientes preguntas: ¿Es cierto que padres y madres se ocupan de los hijos de manera diferente y cuál es la naturaleza de dicha diferencia? ¿Existe una ventaja en el hecho de que los hijos tenga un padre y una madre? Los investigadores se dieron cuenta de que los niños con la suerte de tener un padre y una madre que participaban activamente en sus juegos faltaban menos a clase, presentaban menos episodios psicosomáticos, no tenían especiales problemas de aprendizaje y asumían más responsabilidades en la vida.
Según los investigadores, en el momento en el que alcanzaban la adolescencia, esos niños tenían al menos dos años de ventaja en el plano afectivo y cognitivo. La rotunda conclusión del estudio es la siguiente: esos niños habían desarrollado una barrera natural contra los traumatismos de la existencia. Dicho en otras palabras, resistían mejor el estrés y la angustia de vivir, como si tuvieran un sistema inmune psicológico más fuerte.
¿Cómo era que esos niños reaccionaban a las dificultades inventando y creando soluciones en lugar de permanecer pasivos? A la luz de los datos recogidos, datos concentrados en el modo de jugar de padres y madres con los hijos, observaron ante todo las siguientes diferencias: la madre tiende a adaptarse a los humores y necesidad del hijo, mientras que el padre tiende más bien a pedir al niño que se adapte a sus necesidades y humores.
En el mundo materno, el niño evoluciona en un universo afectuoso, que proporciona seguridad y en el que se adaptan a él. Una madre abandona con frecuencia lo que está haciendo para jugar con su hijo, elige con frecuencia juegos que se corresponden con su edad y acepta sacrificarse por esa obra educativa. El mundo del padre proporciona de entrada menos seguridad e incluso parece a veces más amenazador. En él se exigen habilidades que el niño todavía no ha desarrollado, que no conoce y que con frecuencia están mal adaptadas a su realidad.
¿De dónde proviene, pues, la fuerza de los niños que han conocido la atención de una padre y una madre? Para los investigadores, proviene de la propia diferencia de la interacción del padre y la madre con el hijo. Cuando el padre exige a su hijo que se adapte a una nueva tarea, lo obliga de algún modo a cambiar de velocidad en el plano emotivo. Los hijos expresan con frecuencia el displacer asociado a ese cambio de velocidad con gritos y llantos. Sin embargo, tras cierto tiempo, aceptan lo que se les propone y toman incluso el control de los juegos del padre. El niño lanzado al aire por el padre no experimenta necesariamente ese ejercicio como agradable en un principio, pero poco a poco le coge el gusto y, al final, lo pide.
El niño necesita estímulos nuevos aportados por el padre para evolucionar. Necesita la diferencia de interacción de sus dos progenitores porque lo obliga a adaptarse. Ello conduce a una mayor flexibilidad y esa flexibilidad le servirá más adelante para enfrentarse a las dificultades de la vida.
Los niños educados en un mundo que se adaptaba a sus necesidades sin aportarles desafíos estimulantes tienen tendencia a ser más pasivos ante las dificultades de la vida. En realidad, responden a menudo ante ellas con una especie de derrotismo. Se enferman y se ausentan de la escuela. Tienen episodios psicosomáticos y malas notas. Lo que les ocurre no se comprende demasiado, porque son niños a los que se les ha dado de todo. En realidad, es probable que se le haya dado un pequeño nido bien ajustado a sus necesidades, pero se haya olvidado darles estímulos suficientes para ejercitar su combatividad. Así, en lugar de protestar e inventar nuevos caminos, esperan que el medio les procure lo que necesitan, como hace la madre durante la infancia.
Con motivo de la presentación del estudio en Montreal, el doctor James Herzog nos mostró un vídeo. En él se veía a un padre, compositor, que trabajaba en casa mientras su esposa lo hacía fuera. La pareja tiene una niña de tres años. Al ver que su madre se marcha y que su padre se sienta ante el piano a las nueve de la mañana, la pequeña se desespera ante la perspectiva de encontrase sola con sus juegos. A las nueve y cuarto, estalla en llanto y reclama toda la atención de su padre. A las diez y media, la situación es la misma, a pesar de las incitaciones del padre para que se una a él en el piano. Sin embargo, poco a poco el padre logra atraer a la niña hacia su propio mundo y al final la vemo sentada con él, cantando la melodía que está componiendo y golpeando alegremente las teclas. A las cuatro de la tarde, cuando la madre regresa del trabajo, la niña resplandece de felicidad, perfectamente adaptada a la tarea de ayudante que le ha propuesto su padre. Al contemplar el vídeo, se me ocurrió la siguiente pregunta: ¿Cuántas madres habrían hecho los mismo?¿Cuántas madres habrían reaccionado abandonando sin más lo que hacían para adaptarse a las necesidades de la niña?.
No cabe duda de que la diferencia de interacción que ofrece el padre presente representa un plus para el niño. Le proporciona seguridad en relación con sus capacidades de adaptación a realidades nuevas. No obstante, es importante relativizar los hallazgos del estudio precisando que en una pareja que funciona bien, las funciones de padre y madre son realizadas a la vez por el hombre y la mujer. Por supuesto, no es siempre la madre quien se adapta y el padre quien pone límites. Vistos desde este ángulo los hallazgos de los investigadores pueden indicar a la madre monoparental que la sobreprotección no constituye la mejor estrategia para guiar a los niños hacia la autonomía y que, incluso en la ausencia del padre, debe poder ejercerse su función psicológica. De ese modo, se garantiza que en todos los casos el niño no deje ser salir ganando.
Guy Corneau a La Vanguardia
del 16/08/2003