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Ahora está de moda decir que los críos mimados y consentidos no son felices, porque lo tienen todo y ya nada les satisface. No sé si creérmelo. Aun a riesgo de vivir esa infancia insatisfecha, me hubiese gustado ser un niño consentido, mucho. Pero no fue así. Por ejemplo: pasé toda mi niñez soñando con una bicicleta que no me atrevía ni a pedir. (Literalmente soñándola. Durante años se me repetía un sueño: me regalaban la bici y era infinitamente feliz. Luego, cuando me despertaba vería que todo había sido un sueño y me sentía muy desgraciado). No me atrevía ni a pedirla porque tenía ojos en la cara y veía que la situación de mis padres, trabajadores, era tan precaria que el mismo hecho de pedirla me parecía una indecencia. Mis regalos, los días 6 de enero, era más modestos que los de Suri. Recuerdo sobre todo los de una mañana de Reyes concreta: un par de cuentos infantiles, un conejo de trapo blanco relleno de serrín y un zurrón de color verde (con flecos) que mi madre me había hecho para que sirviesen de acompañamiento a la escopeta de plástico con tapón de corcho que, junto con los dos cuentos antes mencionados y doce monedas de chocolate forradas de papel dorado, eran lo único que realmente compraban en la tienda. El resto, todo, se fabricaba en casa. Cada año, más o menos igual. Con los años, por cierto, el zurrón de cazador acabó sirviendo de bolsa para las pinzas de la ropa.
Pues bien, pese a las penurias económicas y a no tener nunca todo lo que soñaba, no tuve una infancia feliz. En algunos aspectos fue bastante desgraciada, porque el ambiente que se vivía en casa no era precisamente para ponerse a dar saltos de alegría. Es evidente que tener dinero no da la felicidad, pero les aseguro que no tenerlo tampoco la da. Seguro que, si a Suri le apetece una bicicleta, la pide sin cortarse un pelo. Y no sólo la pide sino que, además, se la traen
Quim Monzó a Seré Breve
de El Magazine de La Vanguardia del 06/01/13
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